Los policías tienen justificado y permitido el uso de la fuerza en representación del Estado. Podemos esperar que la policía responda con imposición y coerción ante situaciones urgentes, imprevisibles y peligrosas que así lo requieren. Sin embargo, un buen policía no solo usa la fuerza. Un buen policía evita usar la fuerza, lo hace solo cuando es inevitable y, de hacerlo, trata de causar el menor daño posible. Priman los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad. Un policía puede disparar a muerte si, y solo si, su vida o la de otros están en peligro inminente. No lo hace por la espalda, ni a alguien que está desarmado.

La policía puede ser temida por usar la fuerza, pero no significa que sea respetada. Un policía pasa de ser temido a ser respetado cuando usa con prudencia y sensatez, en su justa medida, la fuerza que la sociedad le ha conferido. Un policía es más respetado aún cuando cumple con vigilar las calles, prevenir el delito y proteger a las personas en situaciones cotidianas que no exigen usar la fuerza. Un policía pasa a ser un ejemplo cuando, además, es amable, diligente y honesto: un ciudadano íntegro. Entonces pasa a representar lo mejor de una sociedad. Esto último no tiene que ver con el uso de la fuerza.

Cuando está bien entrenado, un policía usa la fuerza con mesura, es respetado y da el ejemplo. Un policía bien entrenado sabe prevenir y controlar el delito. Previene al patrullar por zonas críticas, acercase a la comunidad y abordar factores de riesgo. Controla el delito con inteligencia, investigación y operativos quirúrgicos. Usa recién la fuerza para disuadir, arrestar o responder ante un ataque. Estar entrenado para usar la fuerza es muy diferente a estar dispuesto a matar. Un disparo letal no es motivo de orgullo ni celebración. En democracia, además, debe ser susceptible de investigación. Los policías no cargan armas para matar enemigos, sino para salvar vidas. Eso diferencia a los militares en la guerra de los policías en las calles.